lunes, 2 de diciembre de 2013



El hombre sin nombre y el encapuchado sin rostro.


La noche es fría y sin luna. Las calles adoquinadas están desiertas. Un viejo hombre camina despacio. El tiempo ha hecho mella en su cuarteada piel y  los surcos cercanos a sus ojos, y a las comisuras de sus labios advierten de su carácter amable y desenfadado. Oculta una pistola bajo su chaqueta y con su mano izquierda enreda con un juego de llaves, compuesto por todas y cada una de las cuales abren las puertas del vecindario.
Su nombre...  no se sabe, pues hace mucho que nadie lo llama.
Qué hace caminando a solas a altas horas de la madrugada... ni él mismo lo recuerda.
El hombre sin nombre es tan solo un caminante, una sombra a la que nadie echa de menos.
Protege a sus vecinos, ignorantes de las posibles desgracias que la nocturnidad esconde bajo su oscuro manto. Nadie lo conoce, solo están acostumbrados a verle pasear con gesto sereno.
El hombre sin nombre vaga en solitario. No sospecha del inminente peligro que se cierne sobre su persona.
Un joven encapuchado lo ha seguido durante la última media hora, acelera el paso, parecen encontrarse en un lugar apartado, donde las siluetas se confunden con la negrura de la noche. El joven sin rostro posa la mano derecha sobre su hombro y cuando el caminante con gesto afable se da la vuelta el encapuchado, sin previo aviso, le propina un gancho.
El veterano cae sobre la fría piedra. El joven aprovechándose del aturdimiento del mayor le roba la pistola, se agacha a su lado y le apunta con ella en las sienes.
- ¡Dame las llaves viejo!- Le grita.
-No- responde.
-Las llaves o la vida ¡No lo repetiré más!-
-No- responde de nuevo.
El caminante sabe que va a morir. Puede darle lo que quiere, pero del mismo modo en el que el escorpión mató a la tortuga, está seguro de que aquel  sin rostro no le perdonará la vida. Prefiere morir como un valiente, que darle la satisfacción de verle suplicar.
El sin nombre aprieta los ojos con fuerza esperando un último milagro. El encapuchado aprieta el gatillo, y un horrible estruendo envuelve las calles y anuncia la muerte. Los sesos y la sangre del hombre del que todo el mundo acostumbraba a ver tras dar las ocho de la tarde en aquel barrio de obreros, se esparcieron por la acera y un par de gotas del líquido rojo cayeron sobre la cara de un joven encapuchado y sin rostro que había matado a alguien para robar un juego de llaves que le conducirían a un dinero manchado con sangre, para comprar una sustancia de la que no podía prescindir. La heroína había tomado su vida, la heroína le había hecho perder su trabajo, su casa, sus amigos, y su familia, la heroína le había hecho matar a su propio abuelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario